Las ocho candidatas, todas, se ayudan entre sí a cambiarse, maquillarse y retocarse antes de subir al escenario.
Así se vive el ajetreo de este certamen, que organiza la Corporación Autónoma Gay, en el marco del Carnaval de Barranquilla • El dolor es necesario para llegar a la apariencia deseada.
POR: ANDREA JIMÉNEZ JIMÉNEZ, Foto: Charlie Cordero
Sharamel no quiere ser mujer. No le interesa ir exhibiendo curvas a tiempo completo, sino disfrutar del placer de ser, fugazmente, aquella chica que se le escapa a Hansel, la persona que la atrapa el ochenta por ciento de su vida. “Cuando yo creé a Sharamel, ella me dio lo que no me daba Hansel. Ella es una mujer frentera, mucho más segura de sí misma”, dice cuando le pregunto hace cuánto se pinta el rostro y, mágicamente, hace crecer su cabellera, que es más bien incipiente cuando el rol del transformista aún no se asoma.
Hace diez años nació Sharamel. “Ya no me llaman por mi nombre”. La nombran, ahora, por aquel que tomó cuando se decidió someter al ritual de convertirse en mujer por la gracia del maquillaje y las pestañas postizas. Pero sobre todo, por la fibra de sensibilidad femenina que parece estar implícita en quien es. Incluso cuando es ella, pero con apariencia de él. Como cuando salió, caminando a contraluz, por el pasillo de la ‘Casa del Carnaval’; ese sitio desprolijo y sin prejuicios donde los ensatayos para el ‘show’ del Carnaval Gay representan el microcosmos en que vive, en total exclusividad, la comunidad de homosexuales, transexuales y transformistas de gran parte del Atlántico.
Sharamel Polo, mientras completa su transformación.
EL JUEGO
Aunque se parece a Hansel, es Sharamel quien conduce el desfile hacia la parte de atrás de ese lugar de todos. El fondo de un patio. Nueve chicos. Chicas. Un baile. Una luz de neón. Una corona de juguete. “Estrellita”. Uñas postizas. “A mí se me partieron estas dos”. Una corona más grande. No hay pena. No existe. “Me sentí Paulina”.
Un corrillo de nueve jovencitos juegan a ser niñas emulando un reinado de belleza con tintes carnavaleros. Bailan, posan, giran sobre sí y, cuando se percatan de su presencia, esconden la naturalidad tras el lente de la cámara fotográfica. Tienen apariencia masculina, pero sus gestos y su casi actuación descifra lo que quieren llegar a ser.
Britanny, de 20 años, se cambia en el camerino de Siete Bocas, antes del ‘show’.
Jenifer Carolina, Danny, Britanny, Thakiany, Yanderis, Valery, Ivian y Brendys no tienen proporciones de mujer. Sus cuerpos no han sido intervenidos quirúrgicamente ni han pasado por procedimientos que modifiquen sus facciones masculinas. La mayoría ronda los 20 años, y están en la etapa de transformismo. Sharamel es la coordinadora del Reinado Popular Gay, en el que participan las “chicas”. “Las candidatas pueden ser travestis, pero las buscamos transformistas, porque cada vez más rápido los gays quieren ser mujer sin pasar por la etapa de niño a niña”, explica esta estilista de 30 años e instrumentadora quirúrgica de profesión, quien coordina el certamen.
El ensayo no es benévolo con ellas. No es fácil separar el rol de candidatas del de chicos que experimentan son total libertad ser niñas, mujeres. Y reinas. Se les olvida el libreto de sus presentaciones, pero no el ritmo del garabato, la cadencia y gracia –casi pueril- de quien descubre la libertad bailando, extendiendo sus manos, desfilando. Es el despojo de los perjuicios –y hasta prejuicios- lo que se encierra en ese inmenso patio soledeño.
LA METAMORFOSIS
Tampoco hay rastro de censura en el bordillo de una de las casas que rodean la rotonda de Siete Bocas, un par de días después, en la euforia efervescente que sucede a la Guacherna Gay. Nunca terminan de maquillarse. Nunca es suficiente labial, ni rubor, ni sombra. Las ocho, más mujeres que nunca, se revisan las pestañas de la una, los lentes de contacto de la otra, y así prolongan una metamorfosis que comienza, dos o tres horas antes, en peluquerías aledañas a sus barrios de origen; o en una discoteca gay cuya tarima hace las veces de tocador, y un estilista incansable repite el ritual de peluca y colorete.
‘Estrellita’, la mayor de las aspirantes, llega a Feathers, en la carrera 46 con calle 72, y entrega los tres hilos de extensiones rubios que alargarán su cabello al peluquero. No es mucho lo que se puede hacer con ellos, pero ella, con la experticia que le da pegar y quitar fibras sintéticas a su cabeza, diseña con las manos un peinado que termina luciendo en el bordillo, horas después, junto a las demás, mientras se toma uno y otro trago de aguardiente. “Para los nervios”, sopesa.
Lleva tatuado en su hombro derecho el nombre de Diego, un ex novio con el que solo estuvo mes y medio, “pero me tragué”. Tiene otras marcas de tinta regadas en su cuerpo, como la mayoría de los transformistas y travestis que atiborran un camerino que se queda pequeño ante tantas personas que se visten, arreglan, retocan...
EL DOLOR
Todos ahí ya han pasado por un par de horas que, aunque tortuosas por la logística que requiere el cambio, resultan ser las más satisfactorias por la imagen que queda: la de una mujer reciente, que llega al mundo constantemente, una y otra vez, cada que el dolor ha pasado por su cuerpo. La cinta pegante que forra el contorno de sus cabezas es el primero de los pequeños suplicios que implica la evolución hacia a apariencia femenina. Es necesario que el borde del cuero cabelludo se aísle para, así, enhebrar los ganchos que sostendrán la peluca. Y así se hace el cabello.
Forrar la cabeza con cinta pegante para sostener la peluca es uno de los pasos más dolorosos.
Las pestañas enormísimas que se sujetan a las reales representan otra tortura a pequeña escala. Las fibras sintéticas condicionan el ojo y evaporan la frescura ideal que debe tener para que el lente de contacto no se reseque. Una y otra vez, las lágrimas artificiales aparecen en aquella liturgia de la belleza, a la que todavía le falta subirse a tacones de aguja para fijar ese estatus de mujer como debe ser.
“Ay, ya no aguanto esos tacones”, dice Thakiany Severiche, del Santuario, apoyada sobre mi hombro para retirarse la zapatilla, en una escena que descubre un pie inflamado por la presión. “Quítatelos”, sugiero. “No, mi amor. Una reina tiene que aguantar”. Y zanja el asunto. Como si el dolor fuera una condición implícita de la feminidad, que se maximiza si es artificial el camino para llegar a ser mujer. Algo así como un doble dolor.
El resquicio que deja el brasier sobre pechos casi planos reivindica el papel del transformista, aquel que disfruta de su faceta femenina ocasionalmente, pero que de manera permanente deja salir la delicadeza emulada de una mujer. Puede que unas medias den la ilusión ser pechos y llenar el espacio y, también, la sensación de ser una ‘hembra’ que dan un par de senos de proporciones visibles.
Las ocho candidatas, sin senos, develan que su camino hacia ser chicas 24/7 está en su etapa más elemental, mientras se descubren sin afán. “Los míos son pegados”, me revela Thakiany sobre sus aretes. No tiene orificios en las orejas porque es “recatada”. Vive con su familia e intenta minimizar el desagrado que puede llegar a provocar su fascinación por el transformismo.
El camino comienza, literalmente, con pequeños trucos para el cambio, lo que incluye subirse a los tacones y dominarlos hasta el cansancio. Por eso Brendys, con 20 años, no deja que un tropiezo opaque su presentación y, con destreza, se baja de esos diez centímetros que la lastiman. Nada va a detener su camino, que más allá de la corona, va tras la búsqueda de la reafirmación de lo que es hoy: una orgullosa transformista.
Publicado en http://www.elheraldo.co/
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