La pareja de mujeres lesbianas sorteó la penalización de la homosexualidad, su catalogación como enfermedad y un matrimonio clandestino. Aún en el sepelio de una de ellas, la otra tuvo que soportar el rechazo de un sacerdote.
Amanda recuerda desde su casa a su esposa Amparo, con quien quedó pendiente un viaje a Jerusalén. / Gustavo Torrijos
Rodeada de amigos y familiares, el 15 de febrero de 2015 Amanda despidió ante un altar católico a quien fue su pareja por 36 años, Amparo. Tras 14 años de pelear con un cáncer, su cuerpo desfalleció, y en plena ceremonia esta historia de amor tuvo que soportar un último acto de discriminación.
De cara a los asistentes y al enterarse de que la fallecida estaba casada con otra mujer, el sacerdote soltó un sermón homofóbico y aseguró que la iglesia rechazaba las relaciones entre parejas del mismo sexo. “¿Y a usted le parece que nosotras nos vinimos a casar o es que no se da cuenta de que estamos es en otra circunstancia?” fue la frase con la que Amanda, fiel creyente en Dios, cortó tajantemente la intervención del religioso. En la funeraria también se negaron a reconocerla como pariente de su esposa y no la dejaron firmar un solo papel.
Meses antes, y previendo la muerte de una de ellas, la pareja ya había alcanzado lo que había soñado por más de tres décadas: casarse. Sin contarles a muchas personas, Amanda y Amparo abordaron un avión de Bogotá a Cartagena, desde donde partieron a San Estanislao (Bolívar), a 47 kilómetros de La Heroica. Ahí las esperaba a las 10:00 a.m. el juez Carlos García Granados, quien desafiaba el anuncio del procurador Alejandro Ordóñez de abrir procesos disciplinarios a los funcionarios que casaran a parejas del mismo sexo. En 2011, la Corte Constitucional reconoció que estas parejas son familia y exhortó al Congreso a legislar el matrimonio igualitario, cosa que no hizo, y por eso en 2013, cuando se venció el plazo, jueces y notarios pudieron celebrar “uniones solemnes”. La falta de claridad en ese fallo judicial hizo que muchos se negaran a realizar contratos llamados matrimonio.
Vestidas de color habano, llegaron de forma clandestina en compañía de otra pareja de mujeres lesbianas. Ambas fueron los testigos y las camarógrafas de las otras. En la mitad de la celebración, otra pareja de hombres gais se les unió, y al final el juez les obsequió una torta que él mismo horneó. La luna de miel fue en Cartagena y el principal plan fue la subida al Cerro de la Popa. Un año antes habían intentado casarse en Bogotá, pero les negaron ese derecho.
Amanda y Amparo se conocieron hace 37 años en una cafetería del centro de Bogotá, cuando trabajaban de día y estudiaban de noche. La primera, con 19 años, ejercía como secretaria y se preparaba en economía, y la segunda escrutaba carreras de caballos y se alistaba para ser psicóloga. Cuatro meses de noviazgo bastaron para irse a vivir juntas. En ese entonces, la homosexualidad era un delito castigado por el Código Penal. También una enfermedad, al decir de la Organización Mundial de la Salud. La comunidad LGBT no era protegida por ninguna ley en el país.
La discriminación era pan de cada día y las orientaciones sexuales diversas un pecado mortal. Sin embargo, Amparo nunca ocultó que vivía con una mujer, lo que le acarreó el despido de por lo menos seis empleos y el rechazo de su familia. Con la consigna “el que se incomoda es porque no está cómodo con sí mismo”, ella, quien acostumbraba a llegar media hora antes a las citas, fue una activista cotidiana y no de medios de comunicación.
Durante seis meses y cuando aún eran catalogadas “enfermas”, la pareja se sometió a un estudio de una asociación médica que analizó los sábados sus comportamientos. “Nosotros (LGBT) hemos sido víctimas de la discriminación social, así como hay víctimas de la guerra”, dice Amanda desde la casa que compartieron por 23 años en el barrio Villa de los Alpes, en Bogotá, donde acostumbra a estar con Hanis, una perra consentida, y Golda Meir, una canaria que bautizaron con el mismo nombre de la primera mujer que asumió el cargo de primer ministra de Israel.
Amparo, amante de la literatura y el arte, escritora de poemas y estudiosa de la segunda Guerra Mundial (porque creía que sus ancestros eran judíos), murió sin conocer la histórica sentencia con la que el pasado abril la Corte Constitucional igualó el matrimonio entre parejas del mismo sexo y entre heterosexuales. Un fallo por el que ella y Amanda lucharon por tantos años desde las pequeñas causas y con el que la población LGBT logró el último derecho pendiente, al menos en el papel.
“A mí no me gusta salir en los medios de comunicación. Pero esto es un homenaje a Amparo. Estoy en el proceso de reconciliación con la sociedad, porque hace años nos cortaron la posibilidad de un presente, teníamos miedo”, sostiene Amanda, quien no saldrá a marchar este 28 de junio, Día Internacional del Orgullo LGBT, pero celebrará las victorias de esta comunidad recordando esta historia de resistencia que construyó junto a su esposa.
Este martes retumbarán en sus oídos los versos que Sabina, como se hacía llamar en sus escritos Amparo, le compuso una vez: “Yo soy tu mechita de amor. Tú eres la cera. Dentro de ti voy, y en ti me consumo. Sin ti, que eres mi elemento vital, perezco, no desempeño ninguna función alguna”.
Tomado de El Espectador
Por: Pilar Cuartas Rodríguez
En Twitter: @pilar4as
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