Sexo escaso: la Generación Z quiere, pero no puede (o no se atreve)
Por Federico Schweitzer*
Hay un misterio sin resolver que está dejando perplejos a sociólogos, psicólogos, educadores sexuales y, por supuesto, a los algoritmos de las apps de ligue: ¿por qué la Generación Z —nacida entre 1994 y 2010— está teniendo menos sexo que sus predecesores, si vive en la era más erotizada de la historia reciente?
Vivimos rodeados de nudes, OnlyFans, hilos calientes en X (antes Twitter), videoclips sudorosos, pornografía ilimitada, reggaetón con letras calientes y filtros que convierten a cualquier mortal en una versión mejorada de sí mismo. Pero a la hora de la verdad —piel con piel, cuerpo a cuerpo—, la escena se enfría. ¿Qué está pasando?
Las ganas están, pero el deseo no despega
La periodista Carter Sherman lo resume en su nuevo libro The Second Coming: Sex and the Next Generation's Fight Over Its Future: la Gen Z no es asexual, ni mojigata, ni moralista. Están calientes, sí. Quieren sexo, sí. Pero no están teniendo tanto como quisieran. ¿Por qué? Porque algo (o muchas cosas) se están interponiendo entre el deseo y el placer real.
Sherman entrevistó a más de 100 jóvenes y encontró un patrón: sienten presión, incomodidad, miedo, autoexigencia y hasta vergüenza de no estar a la altura de lo que ven en redes sociales y porno. Y como si fuera poco, el sexo ya no es solo sexo: es política, consentimiento, discurso, posible delito. Antes era el ojo de Dios el que se colaba en la cama, ahora es el del Estado (y el de Twitter).
El doble filo digital: erotización sin contacto
La misma tecnología que nos muestra cuerpos perfectos 24/7 también nos sumerge en la parálisis por análisis. Las redes sociales no solo son vitrinas de deseo, también son espejos deformantes. Nadie se siente suficiente. ¿Quién quiere quitarse la ropa cuando cree que su cuerpo nunca va a valer un match?
Y si el ligue falla, el porno está a un clic. Pero ojo: la sobreexposición a imágenes sexuales hiperproducidas ha hecho que muchos jóvenes tengan un umbral de excitación tan elevado que la experiencia real se queda corta. ¿Quién puede competir con una escena en 4K de hombres y mujeres donde todo es grande, rítmico y perfectamente iluminado?
Les damos la Bienvenida a la distorsión: incels y videojuegos eróticos
Y en medio de este contexto también emergen los llamados incels (involuntary celibates), hombres heterosexuales que se definen a sí mismos como “vírgenes involuntarios”, y que lejos de buscar soluciones afectivas o emocionales, cultivan un discurso de resentimiento y misoginia. Algunos de ellos simplemente tienen miedo: no saben cómo relacionarse con las mujeres en un mundo donde el consentimiento, la comunicación y la empatía son la nueva norma, y prefieren recluirse en la frustración o en foros donde se victimizan y alimentan su odio. Esta tragedia de vida la vemos plasmada en la serie Adolescense (Adolescencia) en Netflix que abrió el debate sobre el oscuro mundo de quienes habitan en la Manosphere (machosfera).
Mientras tanto, los videojuegos —ese refugio sagrado para millones— también han entrado en la arena sexual, con títulos donde puedes tener relaciones eróticas con avatares personalizados, simulaciones afectivas o noviazgos con cualquier sexo o especie digitales. El problema es que estas experiencias hipersexualizadas, donde todo está diseñado para complacer sin complicaciones, han elevado tanto las expectativas que cualquier encuentro real (con imperfecciones, pausas, olores, nervios y dudas) puede parecer decepcionante.
El porno ha dejado de ser una simple herramienta de excitación para convertirse en un guión hegemónico del deseo. Nos muestra cuerpos esculpidos, orgasmos coreografiados y encuentros sexuales que desafían la lógica física y emocional. En esa ficción brillante y plastificada, se idealiza un modelo de masculinidad dominante, de feminidad sumisa, de cuerpos sin pelos, sin pausas, sin dudas. Pero la realidad rara vez se ve así: los cuerpos tiemblan, se comunican, se equivocan, tienen cicatrices, límites y silencios.
El problema no es ver porno, sino creerle. Creer que lo auténtico tiene que parecerse a esa representación artificial, y desde ahí frustrarse, compararse, inhibirse. El porno no solo educa sin permiso, sino que muchas veces deseduca sin remedio.
Las cifras no mienten: uno de cada cuatro adultos de la Generación Z nunca ha tenido relaciones sexuales con otra persona, según una encuesta del Instituto Kinsey y Lovehoney. Y aunque muchos aún no han tenido su primera experiencia, algunos ya se identifican como personas asexuales —a veces más por presión, auto exclusión o confusión que por convicción—, mientras otros exploran alternativas al sexo penetrativo por miedo al dolor, al juicio o simplemente por preferencia. Prácticas como el petting (o “faje”), el frottage (fricción entre cuerpos desnudos), el sexo intercrural (entre los muslos), o el uso creativo de juguetes sexuales están ganando terreno como formas válidas de encuentro íntimo.
Al mismo tiempo, muchas personas jóvenes —especialmente dentro de la comunidad LGBTIQ+— se están abriendo al poliamor, al deseo fluido y a las relaciones no monógamas éticas, donde el vínculo no está atado a la exclusividad sino a la honestidad, el consentimiento y el placer compartido.
Todo esto puede sonar válido, sí. Pero también es profundamente revelador: ¿no estaremos ante una generación que le teme al vértigo de su propia piel?
Algunos se refugian en experiencias de amor múltiple, no como una expansión del amor, sino como un escudo emocional. Lo eligen antes de haber vivido siquiera una relación profunda, cerrada, de esas que te desarman, que te confrontan con tus miedos y tus inseguridades. Prefieren hablar de acuerdos, de vínculos múltiples, de autonomía afectiva, pero en el fondo hay una incapacidad latente: la de sostener una relación donde haya que mostrarse realmente desnudo, vulnerable, sin la armadura del desapego. No es que el poliamor sea inválido —tiene su potencia para quienes lo viven desde la honestidad—, pero también puede convertirse en la excusa perfecta para no enfrentar el vértigo del amor comprometido. ¿Es libertad emocional o simplemente miedo disfrazado de discurso progresista?
Estamos ante una generación que racionaliza tanto el deseo que termina anestesiándolo. No lo vuelve solo inofensivo —lo vuelve inoperante, paralizante, petrificado—. ¿Dónde queda la carne, el riesgo, el desborde? ¿De qué sirve tanta libertad si no hay cuerpo que la habite?
¿Recesión sexual o nueva revolución?
¿Estamos ante el fin del sexo como lo conocíamos? Tal vez. Pero no necesariamente para mal. La Generación Z también está redefiniendo el placer: hay más apertura a explorar identidades, a hablar de lo que se quiere (y lo que no), y a experimentar sin etiquetas fijas.
No buscan “al amor de su vida”, buscan varias personas que les aporten cosas distintas: románticas, sexuales, emocionales en distintos momentos de la existencia. Hay más heteroflexibilidad, más cuestionamientos al binarismo de género, más información que debería llevar a la consciencia del autocuidado. Pero mientras el mundo arde —literal y simbólicamente—, la cama sigue vacía y eso preocupa.
Es una nueva era del sexo: menos basada en la norma, más centrada en el acuerdo. ¿La clave? pasar a la acción; atreverse a descubrir lo que le funciona a cada cual, sin miedo y sin guión ajeno.
¿Y si se atrevieran?
A la Generación Z solo podemos decirle esto: el deseo no se cancela, se transforma. Está bien tener miedo, está bien querer hacerlo bien, está bien cuidarse. Pero también está bien arriesgarse, vivir, tocar, sentir, explorar, amar. El sexo y el amor reales son incómodos a veces, sí. Pero también son lo que nos hace humanos.
Y para quienes vivimos y amamos desde la diversidad sexual, hay algo aún más poderoso en el sexo real: es ahí, en el cruce de pieles y miradas honestas, donde muchas veces se forja nuestra identidad. No basta con imaginarlo ni con verlo en una pantalla: hay que vivirlo, encarnarlo, sudarlo. Porque en cada encuentro —torpe, imperfecto, delicioso— descubrimos quiénes somos, qué nos gusta, cómo queremos amar y ser amados.
Atrévete! Quita el filtro. Apaga el miedo. Desactiva esa barrera mental que otros te han impuesto sobre cómo deberías vivir —o sufrir— tu sexualidad. No estás aquí para esconderte ni para encajar en moldes ajenos. Tienes derecho a explorar tu cuerpo, tu deseo y tu placer con libertad, sin culpa, sin vergüenza, sin permiso.
El verdadero clóset no siempre está en lo que ocultamos al mundo, sino en lo que no nos permitimos a nosotros mismos experimentar. El placer también es un acto de afirmación. Deja de imaginar cómo sería… y empieza a vivir cómo se siente. La verdadera intimidad no es coreográfica, ni preelaborada, es cuando te permites ser tonto, juguetón, creativo… sin miedo al juicio. Es el espacio donde el deseo deja de obedecer y empieza a inventar. Un encuentro real es darse la oportunidad de sorprender y ser sorprendido.
Así que suéltate el pelo, deja las ideas preconcebidas atrás.
Baja el brillo del celular.
Apaga por un rato el modo espectador.
Lánzate a la aventura del placer, del contacto, del goce sin culpa, con consentimiento y responsabilidad.
Vive lo virtual, claro, pero no te pierdas lo que la vida real tiene para ofrecerte. Porque nadie recuerda un gran match 🔥, pero sí un gran beso 😍.
TU OPINIÓN VALE
¿Y tú qué opinas? En un mundo que nos promete libertad sexual pero nos llena de miedo al contacto, ¿cómo estás habitando tu cuerpo, tu deseo, tu piel? Cuéntanos cómo vives —o esquivas— la intimidad en estos tiempos donde hablar de sexo es fácil, pero sentirlo de verdad parece cada vez más difícil.
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