miércoles, 5 de agosto de 2015

Un año sin Sergio Urrego - Editorial El Espectador

Hoy se cumple un año desde que el país perdió a un joven inquieto que, como muchos colombianos, era motivado por la pasión de saber más. Leía, reflexionaba y se autodefinía como anarquista y ateo. Era un líder entre los estudiantes de su colegio.



Hablamos de Sergio Urrego quien, a sus 16 años, decidió quitarse la vida después de haber sufrido el lado más cruel de la discriminación y los prejuicios de una porción de la sociedad que aún ve la homosexualidad como algo que debe censurarse y, si es posible, erradicarse. Su memoria nos invita a seguir luchando para que las personas entiendan que el odio a la diferencia no sirve para nada y, en cambio, sí cobra muchas víctimas.

Los hechos de su caso ya han sido suficientemente documentados en El Espectador, pero el paso del tiempo no los hace menos indignantes. Urrego incomodaba profundamente a las directivas de su colegio, el Gimnasio Castillo Campestre, porque tenía la costumbre, apoyada por su madre, de criticar lo que él veía como injusticias y excesos de la administración del centro educativo. Cuando se enteraron de su orientación sexual, iniciaron un proceso disciplinario que lo obligó a “salir del clóset” —acto violatario de su derecho fundamental a la intimidad—, a terminar su relación con un compañero y a cambiarse de colegio. Fruto de la “investigación” hecha por ese centro educativo surgió una demanda penal temeraria por acoso sexual en contra de Urrego, la cual, ahora sabemos por datos de la Fiscalía, fue interpuesta bajo presión de las directivas del colegio. Lo que sucedió no tiene otro nombre: tortura psicológica y discriminación.

Lo que mostró este caso fue una serie de fallas institucionales, desde el colegio hasta los organismos de control, para lidiar con aquello que no entienden. Ahora, por lo menos en el discurso, tenemos a un Gobierno y unos entes de control comprometidos con pensar mejor cómo hacer que los colegios sean espacios de tolerancia donde los estudiantes puedan desarrollar libremente todos los aspectos de su personalidad. Ahí está la lucha frontal contra el prejuicio.

Hoy, gracias a la indignación que le produjo al país ver que un colegio, en vez de proteger la diversidad de sus estudiantes —como debería—, la persiguió, tenemos algunos avances. La exrectora del colegio se encuentra en casa por cárcel, dedicada a seguir manchando el nombre de Sergio en los medios, y la Fiscalía está comprometida con hacer valer la existencia del delito de discriminación.

Antes de morir, Urrego presentó las pruebas Saber y obtuvo el mejor resultado de su colegio. Esa es la clase de mentes que apaga la discriminación. Como él, hay incontables jóvenes que tienen que esconderse en la protección del silencio por miedo a que los juzguen y persigan. ¿Cuántos más perderemos por una mera terquedad de la sociedad? ¿Cuántos se resignan a una vida de infelicidad y censura personal por el miedo a la homofobia? ¿Cuántas víctimas más vamos a permitir que cobre el prejuicio?

A Urrego no lo podemos recuperar, pero su recuerdo es un mandato al país entero: un caso así no se puede repetir. Nunca más.

EDITORIAL EL ESPECTADOR

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